El catálogo de riquezas mundiales va más allá de la publicidad que venden las agencias de viajes o las atractivas fotografías que visten las oficinas de turismo.
Para evitar su desaparición, en 1960 se organizó una convención mundial que alertó a todos los países de la necesidad de cuidar sus bienes patrimoniales.
El detonante de esta decisión fue la construcción de la
presa de Asuán, que amenazó a los egipcios con hacer desaparecer los
monumentos de Nubia. La UNESCO reaccionó e hizo un llamamiento a la
solidaridad internacional que se tradujo en una respuesta generosa que
evitó el desastre, y en la toma de conciencia de los gobernantes de la
necesidad de conservar lo heredado por sus pueblos. La posibilidad de que se llegaran a destruir estos bienes concienció al mundo de que este tipo de riquezas no pertenecen a un país concreto: son propiedades universales y su cuidado corresponde a todos los ciudadanos del planeta.
La Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura se hizo responsable de este llamamiento en 1972, fecha en la que crea la Convención para la Protección del Patrimonio Cultural y Natural, que establece los requisitos para que un bien se considere como patrimonio cultural.
Se habla entonces no sólo de
monumentos, sino de conjuntos de construcciones o lugares de importante
valor estético, histórico o antropológico. A partir de aquí, el
proyecto comienza a caminar y la comunidad internacional se compromete:
se celebra en Québec (Canadá) un primer coloquio internacional de
Ciudades Patrimonio de la Humanidad y, a partir de ahí, las comunidades
se reorganizan.
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